Nombre:
Luis María Marina Bravo
Origen:
Cáceres, 1978.
Identidad:
Poeta, ensayista y traductor
Enlaces:
http://luismariamarina.blogspot.es
Contacto
Cáceres, 1978. Poeta, ensayista y traductor. Como diplomático de carrera, ha ocupado diversos puestos en la Agencia Española de Cooperación al Desarrollo, la Presidencia del Gobierno y el Ministerio de Asuntos Exteriores y de Cooperación, así como en las misiones diplomáticas de España en México (2006-2010) y Lisboa (2010-2015).
POESÍA
• Lo que los dioses aman. México, El Tucán de Virginia, 2008.
• Continuo mudar. Mérida, Editora Regional de Extremadura, 2011.
• Materia de las nubes. Mérida, De la luna libros, 2014.
• Nueve poemas a Sofía. Zaragoza, Olifante, 2014.
ENSAYO
• Limo y luz. Estampas de la ciudad de México. Burgos, Dossoles, 2012.
• Limo y luz. Estampas de la ciudad de México. 2ª edición, México, Ficticia, 2012.
• Las tentaciones de Lisboa. Gijón, TREA-Editora Regional de Extremadura, 2015.
• De la epopeya a la melancolía. Ensayos sobre poesía portuguesa del siglo XX. Zaragoza, Prensas Universitarias de Zaragoza, 2017.
DIARIOS
• El cuento de los días. Diarios mexicanos (2008-2010). Mérida, CEXECI, 2015.
TRADUCCIONES
• XVI PREMIO GIOVANNI PONTIERO, por la traducción de El país de los otros, de Rui Knopfli.
(De Las Tentaciones de Lisboa, Gijón, Trea, 2015.)
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Cuando busque liberarse de la prisión narrativa —por la que el alma del Bosco siente natural inclinación—, su pincel engendrará algunas de las más soberbias escenas del tríptico. De los tres planos horizontales en que se organiza el espacio compositivo, será en el tercero, en la vecindad de la línea del horizonte (línea que asegura la unidad de las tres tablas), donde lo fantástico ceda ante un profundo sentido de lo real, que otorga profundidad al espacio y perspectiva, temporal (lo que vemos es el nunc del Bosco) antes que espacial, al conjunto. Así, en estas regiones fronterizas entre lo terrenal y lo celeste, entre la antinomia pantanosa del mal y la atmósfera delicada, impávida y a la vez cargada de tensión, lo cotidiano se (nos) revela elegíaco, por medio de un lenguaje donde lo real es extrañado entre la lejanía de la mirada y el misterio, íntimo para todo hombre, de la intuición. Conmovedora epifanía de lo real, construida con las herramientas sensibles de lo poético, que nunca agota todos los sentidos posibles, pero desbroza múltiples sendas hacia lo trascendente. Tales sendas se dibujan en la bahía del postigo izquierdo; en la ciudad principal de Saba, en el postigo derecho; en la soberbia escena del pueblo ardiendo, en la tabla central. Y en ellas, antes que nada, se verifica el misterio de la comunión entre el observador y la obra. Rastreando lo real, buscaremos la cercanía de la tabla, para pronto quedar atrapados, insectos desprevenidos, en la tela de araña sutilmente tejida por el pintor. Y ya que somos cautivos de este interior, recorramos gozosamente los sutiles paisajes concebidos por la mente del artista. Allí, frente a la melancólica bahía, detengámonos a compartir el misterioso silencio de las dos sombras que se acogen al abrigo de un roble solemne. Y que contemplan, ¡miserable visión!, cómo aquellas altivas naves, que estuvieron a salvo en medio de la mar y doblaron los cabos más tormentosos, se pierden a unas pocas brazas de la costa, atraídas por el hachón que, desde lo más alto de Escila, ilumina la bahía atardecida; extasiadas ante la belleza inefable de esta rada cuyas aguas habrán de convertirse en su túmulo. Ahora, en el postigo derecho, echémonos a las calles de esta soberbia ciudad, capital de un imperio, y fundámonos alegremente con la multitud que se agolpa frente a las murallas para saludar la llegada de su Reina, de cuyo brazo viene aquel que pronto ha de ser ungido nuevo señor de estas tierras. Veamos cómo, en el jolgorio de este día, los graves señores caracolean sus monturas ricamente enjaezadas por en medio de la chusma, de la gleba de campesinos, de los pretenciosos artesanos, vestidos con las galas reveladoras de su estado u oficio. Veamos también cómo los rufianes se mezclan con la ociosa soldadesca, con cuyas imprecaciones, cánticos, y vivas a la salud de los nuevos soberanos, elevaremos nuestras voces, y nuestros espíritus. Cuando el séquito real haya atravesado las puertas de la ciudad y se haya perdido en los entresijos del palacio, apartémonos y, cruzando la plaza del homenaje, dejemos a nuestra espalda las imponentes torres para internarnos por las calles de la ciudad, guiados apenas por nuestros sentidos, tratando de entender. Ora habremos de cerrar los ojos, en la calle de plateros, ante el potente destello irisado de las mil piedras preciosas que aquí son cuidadosamente trabajadas; ora, en la de boticarios y perfumeros, el aire escanciará las más sutiles fragancias, fundido el almizcle con todas las esencias de oriente, ancianas de viaje y de sabiduría; nos detendremos, por fin, en la rúa de mercaderes, y probaremos en nuestras manos, una tras otra, los más delicados pares de guantes, hasta sentir sobre nuestra piel la caricia, caliente de vida, del animal que nos presta su ser. Y así provistos, con el alma entibiada aún por el cada vez más lejano jolgorio, cruzaremos del otro lado las murallas de la ciudad para perdernos en las suaves colinas, siguiendo la brújula del molino alado, siempre al fondo. Por último, aquí, en la tabla central, justo frente a nuestra mirada, sobrepasemos las tribulaciones del santo para adentrarnos en esa aldea consumida por las llamas. Crucemos, pues, el grácil puentecillo y saludemos cordialmente a los aldeanos que se afanan en los rituales sencillos que llenan la sucesión de sus días: al campesino que lleva a su rucio a abrevar en el río; al anciano que contempla pasar la vida, sentado en el poyete junto a la puerta de su modesta casa; a la lavandera que quiebra, con un airecillo popular, el silencio—“Anda, anda, prima mía, / pues esto es resucitar, / que no hay quién de estos brazos / me pueda ya arrancar”—, y con sus modestas manos la quietud de las aguas, ignorante de que en ellas habrá de ver reflejado el fulgor de la pira en que pronto se ha de consumir. Pero no aún. No levantemos nuestra voz, nosotros que jugamos con la ventaja de ver cómo se aproximan las llamas. No veo por qué habríamos de incomodarlos con nuestros miedos. Dejemos que, en su inocencia, continúen entregados a sus rutinarios oficios —pues, al cabo, ¿en qué ha de ayudarles conocer su destino?—, y sigamos nuestro deambular, recorriendo ahora las callejuelas rústicas, cada vez más cerca del origen del fuego. Consolemos con la mirada al personaje que, petrificado en el umbral de su casa, está a punto de ser tomado por las llamas, pero nada hace (pues nada puede hacer) para huir de ellas. Doblemos la esquina y entreguémonos al espectáculo onírico de la destrucción, al fragor de los árboles vencidos, a la peste del azufre. Alcemos, pues, la vista y celebremos la belleza siniestra de esos espíritus alados que, pertrechados con el ascua de la muerte, buscan consumir en una descomunal hoguera todo el mal del mundo. Por fin, atravesando esta noche pavorosa, venciendo todo temor (pues —ya lo ha dicho Antonio— nada pueden los demonios contra la voluntad del hombre), busquemos el centro mismo de las altísimas llamaradas y sigamos desde allí la derrota que marca ese fulgor, para, tras haber ardido enteros, internarnos pausadamente en el bosquecillo de la mano purísima de aquella dama de blanco, apartando las hojas, henchidos de esperanza...