Nombre:
Rosa López Casero
Origen:
Torrejoncillo (Cáceres)
Identidad:
Escritora Novela Histórica, cuentos y microrrelatos. Psicóloga.
Enlaces:
www.eluniversoderosa.blogspot.com
También en Facebook y twitter.
Contacto
Rosa López Casero nace en Torrejoncillo (Cáceres). Reside en Coria.
Licenciada en Psicología. Tiene estudios de Filología, Historia, Sociología, Magisterio y Pedagogía, y diplomada en Inglés por la E.O.I. de Madrid.
–Durante años ha colaborado con la Editorial Everest. Con esta editorial ha publicado más de cien libros de texto para Educación Infantil y Primaria y coordinado proyectos educativos.
–Ha impartido diversas conferencias en Barcelona, en la Universidad de Extremadura, en Jerez de la Frontera (Cádiz), Bilbao, Madrigalejo, Cáceres, Guijo de Granadilla, Alburquerque, entre otras.
─Ha participado en Clubs de Lectura de diversas localidades y en talleres del Cuento y la Poesía.
─Ha participado como escritora invitada en las Ferias del Libro de Getafe, Cáceres, Plasencia, Trujillo, Badajoz, Bilbao y Madrid.
−Algunos de sus cuentos y microrrelatos han sido premiados o han resultado finalistas en diversos certámenes literarios y han sido publicados en antologías, revistas y por internet.
─Ha sido elegida Personaje del mes (febrero, 2017) y portada de la revista GRADA.
NOVELA HISTÓRICA
OTROS LIBROS PUBLICADOS
ANTOLOGÍAS Y LIBROS COLECTIVOS.
CUENTOS Y MICRORRELATOS.
ARTÍCULOS, CUENTOS Y MICRORRELATOS EN REVISTAS:
[…]Padre me contaba historias de nautas que navegaban en navíos por los mares, y me mostraba las imágenes en los libros. Quizá por eso me gustaba inventar juegos, imaginar que nos íbamos allende los mares en busca de aventuras. De hecho, animé a mis amigos a que construyéramos uno. Nos hicimos de un carro viejo que había en nuestra cerca y le clavamos tablas imitando la forma de una nao. Por un agujero le metimos un palo grueso, a modo de mástil, y le colocamos una sábana por vela. Yo era el capitán, y ellos mis soldados. Pensábamos que seríamos capaces de despachar nuestro barco y hacernos a la mar.
Otro día, estábamos Tirso y yo jugando en la plaza cuando decidimos irnos andando a las Indias.
─¿Pero tú sabes dónde están esas Indias? ─me preguntó Tirso.
─Creo que al Sur ─respondí─. Tienen que estar cerca. La gente se va por allí.
─Bueno, yo quiero ir ─dijo─, pero se me ha roto la espada.
─Pos te haces otra ─respondí─. Seguro que en alguna guerra encontramos espadas de verdad.
Nos parecía lo más natural del mundo. Llevábamos dos horas caminando sin rumbo fijo.
─Ya estoy cansado ─dijo Tirso─, y me duelen los pies. Es que yo voy descalzo y me se clavan los pinchos.
─Yo también estoy cansado ─reconocí─ y tengo hambre. Pensé que las Indias estarían más cerca, pero no sé dónde estamos.
Por el sendero nos reconoció un vecino que nos trajo de nuevo hasta nuestras casas. Enterada madre, salió al encuentro y me dijo que primero debía crecer y prepararme y, sobre todo, instruirme. Me aseguró que, si me aplicaba, sabría lo suficiente en pocos años. Me apliqué. Aprendí cuanto me pudo enseñar el tío Pedro. Decían que yo era muy despabilado.
Una tarde fui con Tirso a su casa a comer migas. En un extremo del zaguán había una chimenea encendida; su madre colocó en el suelo una sartén con patas, recién retirada del fuego. Nos sentamos a su alrededor en unos tajos de corcho. Me dieron una cuchara de palo y aprendí sus normas: primero llenaba el cubierto el padre, luego la madre, y al retirarlo con las migas, empezaba el turno de los hijos. Así una y otra vez. Comprendí que si dejaba pasar mi turno, no conseguía migas, pues aquello disminuía raudo. Las migas me supieron a gloria, aunque debo reconocer que, por inexperiencia, tardaba demasiado en meter y sacar la cuchara: yo llevaba tres cucharadas mientras los hijos habían tomado ocho. Tirso me dijo que, a veces, sólo tenían un caldo de hierbas y pan duro con cebollas. Pero que eran felices. En un santiamén la sartén quedó vacía, y yo, hambriento. «Cuando llegue a casa comeré», pensé. Luego su padre nos contó historias de ladrones, de bichos que atacaban en el campo, de princesas convertidas en fuentes, y la madre nos hizo caramelos con azúcar tostada.
La luz del día fue apagándose y yo tuve que despedirme. Miré alrededor. Me sorprendió la escasez de muebles y que no hubiera ningún juguete. En ese momento me sentí importante y le dije a Tirso:
─Cuando sea grande, vendrás conmigo a conquistar reinos. Y tendrás espada y comerás lo mismo que yo.
Una calurosa tarde de julio, a la hora de la siesta, estaba con Tirso intentando coger nidos por los alrededores de la iglesia de Santa María. Habíamos aprendido a trepar por las paredes, aprovechando los agujeros entre las piedras y aferrándonos a los salientes. Nos convertimos en verdaderos expertos en escalar muros. Incluso podíamos encaramarnos a los tejados. De pronto mi criada Edilberta se llegó, toda sofocada, llamándome a voces:
─Mi niño, debes venir a casa de inmediato.
─¿Por qué? Ahora estoy jugando.
─Baja de esa pared, apriesa. Ha pasado algo serio.
Por el camino me contó que padre había salido al campo, como cada día, y que una maldita víbora había espantado al caballo. Padre estaba muy malo. Yo no llegaba a comprender cómo de grave estaría. Al caer había dado con la cabeza en un cancho, y ya no pudo moverse. Un campesino lo había encontrado y llevado a casa sobre su jumento. Después supe que madre se desmayó al saberlo. Cuando llegamos vi en el zaguán a muchas mujeres sentadas en el suelo, sobre esteras, arropadas con las cobijas, unas rezando el rosario, y otras cuchicheando. No entendí qué hacían allí. En cuanto me vieron se abalanzaron sobre mí; creí que iban a tragarme. Empezaron a besuquearme y a decir que pobrecito, que vaya desgracia quedarme huérfano con sólo siete años, y madre viuda tan joven, que qué sería ahora de los dos, y no sé cuántas cosas más. Madre salió y me condujo a la alcoba donde padre agonizaba. Me impresionó el olor a cera: había seis cirios encendidos, muy gordos y de una vara de altos. Y la familia, toda de negro y lloriqueando. Me aproximé al lecho. Padre abrió los ojos, me acarició y trató de sonreír. Luego su mano cayó. Alguien le cerró los ojos. Me hicieron salir de la alcoba, pero al rato madre me llamó para que me despidiera de él. Pensé que aún estaba vivo; yo nunca había tenido contacto con la muerte. Cuando le vi sobre la cama, rígido, con las manos juntas sobre el pecho, me apreté a las faldas de madre, no sé si por pena o por miedo. Es el último recuerdo que tengo de él.
Cada vez llegaba más gente de negro y yo oía a las plañideras llorar a gritos. Una de ellas era la madre de Tirso. Mi amigo no se separó de mi lado en todo el día y trataba de distraerme con chascarrillos y juegos. Me contó que a su madre la llamaban cuando había un muerto y tenía que llorar a voces hasta que enterraran al difunto. Él lo sabía porque la acompañaba a muchos duelos para tomar unos dulces. Me encerré con Tirso en la troje y me quedé mirando al cielo, esperando que Dios me lo devolviera. Me apenaba que, en adelante, mis amigos tendrían padre y yo no. Cuando sonaron las campanas para el entierro, Tirso trató de distraerme, pero yo me asomé por el ventanuco y vi cómo salía la procesión desde mi casa, y llevaban la caja larga de madera a hombros hasta la iglesia de Santa María para enterrarlo. Detrás iban tres curas cantando, los monaguillos y el sacristán, los seguían mi familia completa y mucha gente del pueblo. Tirso me llamó y me aturdí con nuestros juegos infantiles.[…]
Orellana: de Truxillo al Amazonas. Editora Regional Extremeña, 2014.
MICRORRELATOS
JEFE DE MANTENIMIENTO
Cada día, revisaba la sala de máquinas, subía a cubierta, ajustaba el timón. Soñaba que era el capitán, pero en realidad sólo era jefe de mantenimiento. Por su parte el capitán solía dejar la gorra —como por descuido— al alcance de su subordinado, y cuando lo veía tomarla y calzársela, le imponía castigos formidables. Soñaba que era Dios, pero sólo era el capitán de un barco. Me pregunto con qué soñará Dios cada día.
Cuentos alígeros. Editorial Hipálage. (pág. 166)
NO ES LO QUE PARECE
Se miró al espejo. Se quitó la peluca, limpió su rostro de todo resto de maquillaje; cambió la lencería sexy por las ásperas ropas de novicia, guardó los zapatos de tacón bajo la cama, se calzó las sandalias y se dirigió a la capilla con la mirada baja y las manos juntas cantando la primera oración de maitines.
Más cuentos para sonreír. Editorial Hipálage. (pág. 151)