Lecharlier, Charlotte.


Nombre:

Charlotte Lecharlier 

 

Origen:

Namur (Bélgica) 1985

Residencia actual: Cáceres

 

Identidad:

Psicoterapeuta, poeta...

 

Enlaces:

Instagram: https://instagram.com/unabelgaporsoleares?igshid=ZDdkNTZiNTM=

YouTube: https://www.youtube.com/channel/UCIRK--UsG5GcxqH-mfjMCLQ

Blog de poesía: https://www.unabelgaporsoleares.com/

 

 

Contacto

charlotte.lecharlier@gmail.com



Biografía

Belga de nacimiento, española de adopción. Filóloga y psicóloga. 

Escribo desde niña, antes en francés, ahora en castellano. Observo mucho pero aún no he sacado nada en claro. Me gustan la gente que duda y los niños.


Publicaciones.

La casa de tierra y piel (Letras Cascabeleras, 2024) Nómadas que editan la vida (libro colectivo, 2024)

 


Textos

Antecedentes

 

Leyes y profecías adornan las habitaciones de las niñas.

Son potentes atrapa sueños

pero no distinguen la ilusión de las pesadillas y lo tragan todo.

A veces incluso a las propias niñas:

las sorben suavecito

sin ruido

dejando en sus camitas lindas carcasas vacías que siguen con la pantomima muchos años después.

 

Mea culpa

 

Yo soy cría de humanos

pero animales corren por mis venas:

ratas y serpientes,

también caballos alados.

Mea culpa…

Dios manda y yo

no siempre escucho.

 

Casas de tierra y piel

 

Hay árboles que me secuestran

con su imparable crecer, su belleza no pretendida y sus discursos de Oriente.

 

La noche me deja sueños de niñas asiladas en casas de tierra y piel, casas que respiran y las arrullan para dormirlas aunque yo las quiera despiertas.

 

Hay mil trampas. Todas para salvarme. Todas para callarme.

Pero como (ya) no tengo pretensión de santa sigo escribiendo.

 

Cuerda de atar

 

No estoy loca. Estoy viva.

Estoy viva porque escribo mis delirios.

Y si me ves por la calle,

yo tan cuerda por fuera

(cuerda floja, aunque no se note)

será porque sigo viva.

Será porque sigo escribiendo.

 

Morir en combate

 

Me encantaría morir en combate

pero no sé qué guerra elegir.

Le encuentro matices a todo

y veo niños por todas partes.

 

Me encantaría morir en combate

defendiendo una verdad

o enarbolando alguna bandera.

Me encantaría entrar en debate

pero sería tan raro verme así blandiendo palabras que no sean dudosas y danzantes, que no sean tímidos ecos de infinito y libertad.

 

Me encantaría dividir el mundo en trozos, elegir mi bando, sentirme sana y justa y virtuosa frente a otros locos dictadores y malévolos.

 

Pero, ¡ja!,

bien veo mi maldad

en el espejo cada mañana.

Bien veo mi locura que escribe, escribe y escribe palabras dudosas y danzantes, tímidos ecos de infinito y libertad.

 

(La casa de tierra y piel)

 

 

Cuando Momo llegó a España se quedó otra noche entera debajo del camión parado, porque no sabía dónde estaba. Desarrugó el papel que le había dado su madre y lo miró un buen rato en la oscuridad. Momo no sabía leer.

Vino el frío. Vino la sed. Al alba se desató con el brazo que menos le dolía, cayó al suelo y lloró pensando en su madre y en sus hermanas que confiaban en él y que él iba a defraudar.

Muchas veces me contó Momo esta historia. Me hablaba también de su pueblo en las montañas, de la comida de su madre y de sus hermanas que tan bien le cuidaban. Yo sé que eran más las historias que callaba que las que contaba, y apenas sé nada de los diez meses en los que estuvo errando en busca de aquel primo fantasma hasta que lo pilló la policía. Los otros chicos me contaron que cuando llegó al centro Momo hablaba solo, en árabe, y daba palos a cualquiera que se le acercara.

Momo era un niño de pueblo. No sabía leer, poco sabía del mundo, pero tenía la inteligencia del corazón. Sabía que era inútil hablarle al loquero de la voz de su padre. Sabía que tenía que callar trozos de su historia porque no era buen sitio para abrir la caja de los recuerdos y, quizás porque venía de un pueblo donde todavía se hablaba con los muertos, había en él un lugar sagrado donde nadie podía penetrar sin ser invitado.

“Si dices la verdad —decía Momo—, te persiguen los nombres raros que le dan a las cosas. Aquí no creen en nada y no ven nada. No saben que la comida nace de la tierra. No saben que los espíritus viajan por el viento. Y tampoco quieren escuchar, por eso son como niños, porque el que deja de escuchar deja de crecer.”

 

Cuando yo veía al psiquiatra hablar con Momo, me reía por dentro al pensar que cada uno era el loco del otro. Al loquero le daban miedo los ojos de Momo y a Momo le daban miedo las certezas del loquero.

Ciertas noches, cuando había mucho jaleo o cuando tocaba el cuidador despistado de turno, Momo venía hasta mi habitación y dormíamos juntos. Era como tener una casa otra vez, sentir calor en medio del invierno. Si se enteraban los batablancas, se enrabietaban y nos castigaban, pues era mucho peor que te pillaran follando con un compañero que pegándole un puñetazo en la cara. Era mucho peor amar que odiar, en este lugar, porque la rabia se controla con Topiramato, pero el amor todavía no tiene cura.

 

 

(Buscamor, novela inédita)