Carmona del Barco, Miguel Ángel.


Nombre:

Miguel Ángel Carmona del Barco 

 

Origen:

Monesterio (1979)

 

Identidad:

Licenciado en humanidades y escritor.

 

Enlaces:

Página web: www.carmonadelbarco.com

Facebook: https://www.facebook.com/carmonadelbarco

Contacto

Colaboraciones, propuestas, talleres

miguelangel@carmonadelbarco.com

Derechos y traducciones (Agencia literaria Silvia Bastos):

paucentellas@silviabastos.com



Biografía

Miguel Ángel Carmona del Barco (Monesterio, 1979) es Licenciado en Humanidades y Diplomado en Biblioteconomía y Documentación. 

Ha publicado «KUEBIKO» (Pre-Textos, 2018), novela con la que obtuvo el XXXV Premio de Narrativa Vicente Blasco Ibáñez — Ciudad de Valencia, y el libro de relatos «Manual de autoayuda» (Salto de Página, 2016), que fue finalista del premio Setenil en 2016.

Actualmente dirige el Centro de Estudios Literarios Antonio Román Díez (CELARD), desde donde coordina el Club de Lectura Viva (www.clubdelecturaviva.com) e imparte talleres y cursos de escritura. También colabora habitualmente en Canal Extremadura Radio, y así como en publicaciones especializadas como Revista Eñe, o Revista penúltiMa, entre otras.


Obra publicada

  • KUEBIKO (Valencia: Pre-Textos, 2018)
  • Manual de autoayuda (Madrid: Salto de Página, 2016)
  • La dignidad dormida (Badajoz: El Alma Descalza, 2011)

Premios

● Ganador XXXV Ciudad de Valencia - Vicente Blasco Ibáñez (2017), de narrativa en castellano.

● Ganador XXIII Premio Camilo José Cela (2017) de relato.

Finalista. Premio Setenil 2016 al mejor libro de relatos publicado en España.

● Ganador XX Premio Fernando Lalana. Relato. (2016)

Finalista. XVIII Premio Internacional de Relatos Julio Cortázar (2015)

● Ganador Concurso de relatos cortos Sociedad Española de Neurología (2015)


Bibliografía sobre el autor. Reseñas.


Textos

KUEBIKO: Primer capítulo I

 

Mamá mirando a través de nosotros al bosque calcinado. Mamá levantando la vista hacia las cigüeñas que nos sobrevuelan antes de marcharse como nosotros, pero con un rumbo más definido y muchas más esperanzas de regreso.

Mamá moviendo la mano y yo sin saber si es consciente de que nos vamos, de quiénes somos en realidad; de que ésta será la última vez que nos veamos, si es que nos ve con sus ojos que se achican, brillan y después se apagan, como una bomba de racimo en la madrugada.

Tú moviendo la mano y clavándome las uñas en el brazo para evitar gritar y calcinarte como el bosque; para evitar gritar y llevarte una ráfaga de los soldados que juegan a las cartas, o a lo mejor leen cartas, trescientos metros más allá, en la trinchera junto al bosque calcinado y negro.

Mamá, en mi imaginación, sentada bajo el porche de una bonita residencia en una mecedora con una manta tejida por ella misma sobre las piernas, un libro entre las manos, un sol de yema tostada enrojeciéndolo todo, sonriendo detrás de sus gafas de montura al aire.

Mamá, en la realidad, sentada en el borde del remolque con las piernas colgando, descalza de un zapato, sin gafas ni libro ni manta, rodeada de gente gritando, llorando o absorta en el sol de yema tostada que no consigue enrojecer el gris de la tarde. El remolque arrancando con un bramido y un gorgoteo y después otro bramido más fuerte, y un tirón que tumba a la mitad de los que están con mamá en el remolque, pero no a ella. Mamá moviendo la mano, como si estuviera en el porche de una residencia.

Y tú, papá, que no dejas de buscar el zapato con la mirada llena de llanto mientras dices una y otra vez que ahora mismo lo llevaba puesto, y que ahora mismo lo llevaba puesto, aunque mamá ya es un punto en el horizonte y el remolque un punto más grande hecho con puntos más pequeños, y el horizonte una línea donde van a perderse todos los puntos de esta ciudad que abandonamos sin que nuestros soldados lo sepan. Aunque nuestros soldados simplemente intentan no saber para no tener que matar a más padres —para no tener que matar más veces a su padre, porque todos los padres son el mismo—, y juegan a las cartas gritando y sin asomarse por encima de la trinchera cada tarde, de ocho a ocho y cuarto, para que los que queramos podamos irnos. Ellos lo hacen por eso, y sus superiores se lo permiten porque los traficantes necesitan una grieta por la que colar su mercancía, por la que trashumar con su ganado, y les pagan bien ese cuarto de hora para convertirlo en cañada real.

Y tú, papá, que cuando el resto forma ya una hilera silenciosa y oscura hasta la linde del bosque calcinado, echas a correr en dirección al remolque y yo temo que te hayas vuelto definitivamente loco (como espero que te vuelvas desde hace ya unas semanas) y que me hagas ir a por ti, golpearte, cargarte, o bien dejarte aquí pero después de haberme asegurado de que es en verdad lo que quieres. Y temo que, para cuando retome el camino del bosque, pase un minuto de las ocho y cuarto y un soldado que no quiere volver a matar a nadie (o que acaso no haya matado a nadie todavía y no quiera que eso cambie) asiente el fusil sobre su hombro y me abra en el pecho un agujero por donde quepa el brazo de un niño, como el que le hicieron a Pablo.

Pero frenas en seco, a diez o doce metros de mí. Te agachas y coges un zapato que los dos conocemos bien, blanco y de tacón bajo, ahora manchado de barro como mínimo, y me miras sin creer que pueda haber estado ahí todo este tiempo, que han sido minutos, y no lo hayamos visto; y sé que lo que más te duele en este momento es imaginártela descalza de un pie, donde quiera que la lleven, y te lo guardas en la mochila; te guardas el zapato en la mochila, como si así te llevaras a mamá, o simplemente por no tirarlo al suelo como si tiraras a mamá.

La hilera nos lleva mucha ventaja y tenemos el tiempo justo para llegar a la linde del bosque antes que las balas de los soldados. Ahora que miro el suelo veo más zapatos, y rebequitas, y envoltorios de chocolatinas y latas de refresco y botellas de agua. Todo forma la estela de un cometa que orbita alrededor de esta ciudad que dejamos y cuyo núcleo está compuesto de gente que no quiere irse ni quedarse, pero que sabe que sólo tiene quince minutos para llegar a la linde del bosque calcinado.

Eres viejo, papá. Muy viejo para este viaje. Recorres los diez o doce metros de vuelta hacia mí tan lento como rápido los hiciste hacia allá. Es la fuerza de la gravedad la que te retiene. La gravedad de este viaje. Espero hasta que llegas a mí y te agarro con violencia del brazo. Te asustas, pero tiro de ti sin compasión.

—¡Vamos, papá! ¿Quieres que nos maten?

Levantas a la vez el brazo y la mirada y me das un guantazo que me hace volver a tenerte miedo. De nuevo me dejas caer la palabra «cobarde» a los pies, y me adelantas camino del bosque.